Indecisos

En poco más de una semana, los españoles estamos llamados a las urnas para decidir quién intentará gobernarnos -seguramente sin conseguirlo- durante los próximos cuatro años, y dicen las estadísticas que a estas alturas, hay un 42% de indecisos sobre su intención de voto, nada menos que 4 de cada 10 personas que aún no tienen ni idea de por quién quieren ser gobernados, que responden "no sé" a esta pregunta, como un niño al que invitan a un helado y no puede decidir si lo quiere de fresa o de chocolate.
Estamos asistiendo, en mi opinión, a una de las campañas electorales más sangrientas y despiadadas de la historia de la democracia española, en la que todo vale, con tal de conseguir una vela con la que acudir a un entierro en el que el muerto es lo de menos.
Curiosamente, ese porcentaje de votantes que no saben quién quieren que gobierne tiene muy claro quién no quieren que lo haga, provocando una marea de votos a la contra, de la democracia del mal menor. Mucha gente no votará a Fulanito porque le guste, sino para evitar que gane Menganito, porque su herencia personal, familiar e histórica le ha inculcado desde la cuna que el Menganitismo es lo peor, lo último y la cuna de todas las desgracias en todo el mundo mundial, y especialmente en España.
Esta semana recibí una carta con propaganda electoral de un partido de cuyo nombre no quiero acordarme, y se me ocurrió leerla. La carta proclamaba haber acabado con el bipartidismo en España. Casi me muero de la risa, porque el bipartidismo está más vivo que nunca, pero no entre 2 partidos, sino entre 2 bloques: derecha o izquierda. Los partidos de toda la vida ya tienen bloque asignado, y cualquier partido nuevo que entre en escena es automáticamente etiquetado por los medios de comunicación y asignado a uno de los dos bloques. Las mezclas parecen imposibles, y si algún partido intenta representar algunas ideas de cada bloque, y hacer un cóctel con ellas, el intento queda
diluido bajo el manto de la etiqueta que, primero los medios, y luego la opinión pública, le ha colgado. A partir de ahí, cualquier voto a cualquier partido se redistribuirá irremisiblemente a uno de los dos sacos, por obra y gracia de los pactos postelectorales, en los que los ciudadanos no tienen ni voz ni voto.
Yo me rebelo desde aquí ante la etiqueta de "indecisos", que según el diccionario, significa "que está pendiente de decisión", o bien "que carece de firmeza o seguridad". Es decir, que no sólo no saben lo que quieren ni saben posicionarse, además son unos blandengues, sin personalidad ni criterio. ¿No será que sí saben lo que quieren, pero esa opción no se les ofrece? Si me sentencian a muerte y me preguntan si prefiero la guillotina o el pelotón de fusilamiento, y soy incapaz de pronunciarme ¿se puede llamar indecisión? Yo sí sé lo que quiero: seguir viviendo, si he de morir la verdad es que me da igual cómo. Pero claro, queda mejor ante el escenario internacional llamarnos "indecisos" que "descontentos", dar la imagen de que los españoles somos unos pasotas a los que nos da igual todo, menos la paella y la fiesta, que la de que esto es una olla a presión a punto de explotar en la que un altísimo porcentaje de la población está a un paso de salir a la calle y liar la de San Quintín para que se acaben los trapicheos en nombre de la democracia, ya que si esto se supiera fuera, intervendría la Unión Europea, la ONU y hasta el Papa, si hace falta, y a la panda de impresentables que regentan este desgobierno internacionalmente tolerado se les acabaría el chollo. Y eso sí que no.
Indecisos, dicen ellos.
Hasta los huevos (o los ovarios), dice la calle.
Pero nadie la escucha.

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